Del otro lado de la puerta estaba la Muerte.
Lo supe como se saben estas cosas: por intuición o de ninguna forma. La Muerte no se ve, no se huele, no se oye; se percibe. A veces como un viento frío que presagia el infortunio y estimula el aullido de los perros; otras como un estremecimiento dulce y arrebatador, un brillo, tal vez, que nos recuerda que todo, incluso la Muerte misma, tiene un final.
Los pasos se detuvieron en el umbral. Antes había oído que otras puertas se abrían, allá lejos, en el frente de la casa. Una tras otra fueron abriéndose hasta llegar a mi habitación.
Me encontraba solo, como todos los hombres de todos los tiempos; rodeado por objetos que hasta entonces consideraba valiosos: libros desmembrados, cartas escritas apresuradamente en una servilleta o sobre el dorso de un pasaje de tren, fotografías, momentos arrancados a la voracidad del tiempo, cuya virtud, como la de las cicatrices, consiste en dar testimonio de que hemos vivido.
Observé una sombra maciza asomándose justo debajo de a puerta. Aguardé, lleno de júbilo y pavor, un temblor en el picaporte; una señal de que mi Visitante, a quien (como todos) había esperado durante toda mi vida, estaba resuelto a entrar.
Pero el picaporte no se movió. Ningún golpe se escuchó sobre la madera de la puerta.
Los minutos pasaron, lentos y gelatinosos, como el reptar de un gusano descomunal y ciego abriéndose paso entre las rocas.
Me incorporé. Caminé de un lado a otro, indeciso; pensando que tal vez la Muerte, como todo viaje, exige de nosotros ciertos arreglos, ciertos preparativos. Me senté en el borde de la cama y pensé en todos los reproches, en todos los remordimientos, en todas las sombras informes que se agrupan en las pesadillas buscando alguna grieta para manifestarse, buscando ser.
Me forcé a tomar conciencia de todos mis errores, sin rechazar ni eludir ninguno. Pensé en lo impensable, en todo aquello que había evitado pensar; en todo lo que me avergüenza, en todas mis miserias. ¿Era eso lo que buscaba la Muerte? ¿Obligarme a partir con el recuerdo vivo de la infamia y la deshonra?
Avancé, con la cabeza llena de remordimientos, hasta la puerta.
-Adelante. -dije.
Aguardé unos instantes. Nada. La sombra en el umbral seguía allí: inmóvil, persistente, muda.
-¡Adelante! -repetí, en un tono más enérgico.
Me pareció que la Muerte se reía.
Ese gesto de cruel ironía me llenó de determinación. Abrí el cajón de mi gabinete y tomé un viejo cuchillo, oxidado por los años de desuso.
Abrí la puerta violentamente y me dispuse a vender cara mi vida.
Lo que vi, o me pareció ver, resulta inexplicable a la luz de la razón; pero que acaso tenga sentido el día que te encuentres solo, en tu propia habitación, con la Muerte acechándote del otro lado de la puerta.
Vi una habitación en penumbras, el cajón de un gabinete abierto; libros, cartas, fotografías, y un hombre durmiendo en la cama.
No me atreví a mirar atrás. Estiré una mano hacia mi espalda pero enseguida la retiré. Temí que mis dedos rozaran la superficie fría de un espejo.
La Muerte no estaba en mi habitación, y acaso en ninguna.
Me acerqué aún más a la cama, y con un corte rápido y certero abrí dos tajos transversales, definitivos, sobre las muñecas que dormían.
Escribo apresuradamente estos párrafos antes de perderme en la oscuridad y el olvido. El lector lo sabrá a su debido tiempo. La Muerte no siempre nos visita. De hecho, para cumplir su tarea a menudo necesita nuestra complicidad.
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